http://www.elmundo.es/papel/historias/2016/03/20/56eac822268e3e0e628b4667.html
Certificar la muerte de la clase media no fue sencillo,
porque aún latía débilmente cuando la auscultamos. Estaba en un estado
de muerte aparente, con la respiración en su mínima expresión. Sus
constantes vitales no eran perceptibles por los métodos corrientes, así
que en PAPEL
realizamos un trabajo de forense, con ayuda de sociólogos,
historiadores, políticos y economistas, para explorar los tres
parámetros clásicos -movimiento, estado de conciencia y sensibilidad- y poder emitir el certificado de defunción.
Aparentemente, estamos ante un cadáver:
la clase media no tiene conciencia de serlo; sobrevive inerte, sin
movilidad. Se ha rendido. El pilar donde se asentaba, la estabilidad, se
ha roto para siempre. Aquellos que pensaban que si uno trabajaba duro,
si era honrado, disciplinado, ahorrador y decente, el porvenir le iría
bien y podría ofrecerle a sus hijos una vida mejor, están totalmente
perdidos. Esa regla, ese pacto implícito que tenía la clase media con el
resto de la sociedad, se ha hecho trizas con la crisis.
Todo parece indicar que estamos ante uno de los mayores y más inquietantes cambios sociales de la historia y
que marcará a las nuevas generaciones. El modelo de vida que imperaba
en Europa desde mediados del siglo XX -casa de tamaño razonable,
educación para los hijos, sanidad pública y una pensión asegurada- se
está convirtiendo en un dominio exclusivo de los ricos. Pregunten a
cualquier jubilado que haya cotizado más de 40 años: le responderá con
espanto que sus hijos, por los que tanto se sacrificaron, viven -y
vivirán- peor que ellos.
En su lugar, se habla ya del surgimiento de otra clase, la de los «vulnerables», según la ha definido el Banco Mundial, o la clase Ryanair,
una nueva sociedad de bajo coste en la que el futuro es oscuro e
incierto. Y es que la destrucción de la clase media, ese invento social
que floreció a principios del siglo XX, comenzó mucho antes del
estallido de la crisis: su declive empezó con la irrupción de la
tecnología en la vida diaria y la proliferación de los bienes low cost.
Se imponen nuevos modelos de mercado, rápidos, cambiantes, de usar y
tirar. Nada es para siempre, y menos aún, el trabajo. Un modelo dirigido
a una especie de hombre-masa, como lo definió Ortega, pero con la tecnología y la globalización como desnorte, más que como brújula. Precisamente así la ha bautizado el economista Eduardo Narduzzi:
la nueva clase de las masas, una amalgama inerte, sin estabilidad, que
corre el riesgo de perderse en el laberinto de la globalización.
En
ese escenario, sobreviven como pueden unos individuos empobrecidos cuyo
poder adquisitivo no iría más allá de los bienes de primera necesidad.
Es el estamento social de los autómatas: consumidores poco exigentes,
sin referentes culturales claros, carentes de ideología y poco centrados
en los focos tradicionales de socialización, como la familia, el
sistema educativo o el lugar de trabajo. ¿Ha muerto definitivamente la clase media o sólo espera tiempos mejores?
PRIMER DIAGNÓSTICO: SIN CONCIENCIA DE CLASE
Objeto
de deseo de empresas y políticos. Volátil en su ideología: radical
cuando no tiene nada que perder; conservadora cuando tiene dinero. En
España, vituperada a lo largo del siglo XX: la clase de los tenderos,
para la aristocracia; esos «míseros de levita y chistera» según Galdós; los «señoritos pinchanóminas», como los bautizó Azaña; los «cursis que mendigan por los culebreos de la política los asilos del Estado», según Ramiro de Maeztu.
Aunque nunca ha tenido conciencia de clase como la obrera o la aristocrática, la mayoría nos identificamos con ella. ¿Tú
qué eres?, le preguntas a un comerciante. «Clase media». ¿Y tú? (a un
empresario): «Clase media, aunque empobrecido». Hosteleros, periodistas,
abogados, funcionarios, administrativos, policías... Todos somos clase
media. Ortega y Gasset la definió con un realismo apabullante en su artículo El error Berenguer (El Sol, 1930): «Nosotros, gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios...».
Un
siglo después de su aparición en España, sigue siendo difícil encontrar
una definición sociológica que concite consenso. Los de clase media se
distinguen por sus maneras, por su lenguaje, por sus gustos, por sus
inclinaciones y hasta por su aspecto. Es la familia, las vacaciones en
agosto, el piso a plazos, la boda para la niña y la universidad para el
chico, el coche de gama alta financiado, el temor, el esfuerzo, el
ahorro, el trabajo para toda la vida. Obstinada en ser algo que se
merece pero que no le corresponde. La clase media, dijo Tierno Galván, está satisfecha con lo que tiene pero no con lo que es.
En
los primeros 80, con la llegada de la democracia, se alcanzó un empate
técnico entre los que se consideraban de clase media (casi el 40% de los
españoles) y la clase trabajadora (el 48%). Esa percepción bajó en los
años 90 hasta el 20%, y su momento triunfal llegó con el crecimiento
económico: en 2007, en pleno boom de la construcción, más del 63% de la
población se consideraba a sí misma clase media, según el CIS. Pero a partir de ahí, ese grupo comenzó de nuevo a descender hasta el panorama actual: sólo el 57% de los españoles se engloba en ese segmento, casi el mismo porcentaje que los de clase «trabajadora». ¿Terminará desapareciendo?
El
debate de su decadencia y su inminente fin no es nuevo, ya suscitó una
encendida polémica a principios del siglo XX. En una España que salía
del desastre del 98, los principales intelectuales y políticos de la
época (el viejo Galdós, un crítico Maeztu, Azaña, Julián Besteiro) criticaban
el conformismo de las clases medias, su falta de ideología, de
organización. «Frente al poder de la oligarquía, que la despreciaba, y
la creciente combatividad del movimiento obrero, la clase media parecía
destinada a sucumbir ante la fuerza de sus adversarios», se lee en el Diccionario Político y Social del siglo XX, del catedrático de Historia Contemporánea Juan Francisco Fuentes.
A lo largo del siglo pasado, este grupo social sólo tuvo un intento serio de organización política: la Liga de las Clases Medias,
constituida en 1913, de cuyo comité ejecutivo formaban parte abogados,
médicos, catedráticos, un periodista, un funcionario público, un agente
de cambio y Bolsa, un militar y un par de hacendados. En el fondo, no
había nada que les uniera, así que sólo un año después de su creación,
la Liga se dio por fracasada. La gente de la calle volvía a estar a la
deriva.
Durante la Guerra Civil, la clase media fue aún más
denostada: las izquierdas la consideraban intrínsecamente conservadora,
incluso propensa al fascismo; las derechas le reprochaban su tibieza
política y religiosa. Hasta que a principios de los años 60, una vez
superada la feroz posguerra, el franquismo triunfante se apropió de ella para construir sobre sus pilares todo su imaginario.
«El
nuevo costumbrismo de la clase media, con el cine y la televisión como
principales transmisores, ya no incidía en su leyenda negra de penurias y
falsas apariencias, sino en su prosperidad económica y en sus virtudes
domésticas. Era el éxito de un calvinismo a la española,
indisolublemente unido al desarrollismo», explica el catedrático
Fuentes.
La casa de los Martínez, la exitosa serie emitida por TVE
entre 1966 y 1970, ya no dibujaba una clase social mezquina y cobarde,
sino que ponía énfasis en sus virtudes domésticas, en su honestidad, su
prosperidad, su esfuerzo. Era el espejo donde tenía que mirarse toda la
sociedad. Eduardo Ladrón de Guevara, periodista y guionista de series emblemáticas como Cuéntame o Médico de Familia,
que retratan esa clase media urbana venida del pueblo y reunida en
torno a una mesa camilla delante de la televisión, confirma el cambio de
180 grados que ha dado el paisaje social español. «Cuando era niño, a
finales de los 50, gran parte de la clase media vivía en barrios de
aluvión. La aspiración era acceder al frigorífico, a la televisión, a la
lavadora, que se pagaba a plazos con mucho esfuerzo. Recuerdo a mi
padre trabajar de sol a sol para comprar esas cosas que se recibían en
casa como un acontecimiento». Él no tuvo nunca la sensación de estar
viviendo en el alambre. «No había dinero en abundancia, pero se llegaba a
fin de mes, y con varios hijos a la espalda».
La familia: el verdadero motor de la clase media, sublimada por premios de natalidad e idealizada en películas como La gran familia (1962), donde un abnegado padre (Alberto Closas) trabajaba día y noche de aparejador pluriempleado para sacar adelante a sus 15 hijos.
Hoy,
se produce por primera vez desde la posguerra una situación inaudita:
España ha dejado de crear hogares al ritmo en que lo hacía desde hace
décadas. En 2007, en pleno boom del ladrillo, se creaban 125.000
unidades familiares trimestrales. Pero en 2015 la cifra se estancó en sólo 1.500 hogares nuevos en el primer trimestre, lo que equivale únicamente a una nueva familia por comunidad autónoma. Según la proyección que ha hecho el INE siguiendo
esta tendencia, en 2029 los hogares de tamaño medio habrán disminuido
un 7,3%. Los de cinco o más personas, que en los años 60 eran mayoría,
se desplomarán un 30%. Las familias de más de cuatro miembros serán algo
tan pintoresco como la tele en blanco y negro y el seiscientos. Cosas
de los abuelos.
«Hay una tensión generacional que puede ser
peligrosa: si el joven no está protegido económicamente y no ve futuro,
no tiene hijos», explica el sociólogo Narciso Michavila, presidente de la consultora Gad3.
¿Quién va a sostener entonces el sistema en el que se asienta el Estado
de bienestar? La única esperanza son los inmigrantes, que han aumentado
en España de forma proporcional a la aniquilación de la clase media. Ya
hay cinco millones de extranjeros residentes, más del 30% rumanos y
marroquíes.
«La clase media española está herida de muerte. En
una sociedad tan frágil y tan injusta, los rigores de la crisis se han
cebado con ella, tendrá que haber una revuelta», vaticina Ladrón de
Guevara. Parece que, un siglo y medio después, se cumple el pronóstico
que hizo la revista Acracia en plena Restauración: la clase media morirá tras un paulatino proceso de empobrecimiento provocado por el capitalismo. Precisamente el sistema que la encumbró.
SEGUNDO DIAGNÓSTICO: PÉRDIDA DE MOVILIDAD
La brutal crisis económica que ha padecido España no ha hecho sino
acelerar la enfermedad irreversible de la clase media, ese grupo de
ciudadanos que, según la definición clásica, ingresa más de 20.000 euros
y menos de 30.000 al año. Cada vez hay menos españoles en esa franja de
ingresos, ya que desde que estalló la crisis, el salario en España se
ha reducido una cuarta parte. Según la oficina de estadísticas europea
Eurostat, en apenas ocho años el sueldo anual de una persona con un
trabajo considerado de cualificación media ha bajado en 2.000 euros
anuales. Ahora el español medio ya no cobra 22.000 euros, sino alrededor de 19.600 euros al año.
Fijémonos en la renta, que incluye no sólo los sueldos, sino los ingresos por patrimonio. La renta anual media de los hogares españoles ha bajado un 13% desde hace siete años,
desde los ingresos de 29.634 euros de 2009 a los 26.154 euros que
ingresa cada hogar actualmente, según el INE. Y eso trae consecuencias
en el consumo y en el modo de vida. Los «vulnerables» de los que habla
el Banco Mundial avanzan a un ritmo imparable y peligroso, según
demuestra la última encuesta de calidad de vida del INE. El 24,5% de los
españoles con educación superior no pueden permitirse ir de vacaciones
al menos una semana al año. El 22,3% no tiene capacidad para afrontar
gastos imprevistos. Y un preocupante 6,5% ha tenido retrasos en pagos
relacionados con la vivienda principal (hipotecas, agua, luz, gas,
comunidad).
El consumo, sostenido tradicionalmente por la clase
media, es endeble: los hogares españoles gastan hoy 46.000 millones de
euros menos que en 2008. Sólo en comida, 4.400 millones de euros menos. Bienes de primera necesidad son ahora casi un bien de lujo, como demuestra que en España se consumen 480 millones de euros menos de fruta.
Debajo de todos estos síntomas está el verdadero foco de infección: entre 2008 y finales de 2015 se han destruido 2,5 millones de empleos. De
ellos, más de medio millón son profesionales, pequeños y medianos
empresarios o cooperativistas; el resto, asalariados del sector privado y
sólo 54.000 empleos en el sector público, según señala Javier García, economista y socio del instituto de análisis económico Sintetia.
El
empleo, ese tesoro que duraba toda la vida y permitía progresar, salir
del pueblo, mandar a estudiar a los hijos, veranear y comprarse el
pisito, ya no es algo seguro. «El paro es la primera causa que machaca a la clase media, hace
que una persona pierda su rol social y deje de ser alguien», señala el
sociólogo Michavila. «Es la primera generación en la que los hijos no
vivirán mejor que sus padres».
Lo
dramático es que la mayoría de los empleos que se han perdido no
volverán a recuperarse jamás, porque han sido sustituidos por la
tecnología. Secretarias, pasantes, administrativos... profesiones,
tradicionalmente de clase media, que son cada vez menos necesarias. Y si
no se cuenta con un trabajo de por vida, tampoco se hacen planes de
futuro. Se vive al día. «Las vacaciones las cierras una
semana antes, porque no sabes lo que va a ocurrir mañana, y la compra
también. Antes se llenaba el carro cada dos semanas para no tener que
volver al súper porque lo que faltaba era tiempo y sobraba dinero, ahora
es al revés», añade Michavila.
Mientras, los privilegiados que
aún conservan su empleo asisten impotentes a su empobrecimiento. «Lo que
definía a la clase media era el ahorro y la meritocracia. Su sentido de
existir era acumular un pequeño patrimonio después de un gran esfuerzo y
pasárselo a sus hijos», explica el economista Daniel Lacalle.
La clase media, tradicionalmente ahorradora, ha visto cómo la presión
fiscal, cada vez más necesaria para mantener un Estado del bienestar que
ha ido en aumento, ha recaído casi exclusivamente sobre sus hombros.
De
la época de impuestos mínimos del franquismo hemos pasado a un sistema
que se ceba con las rentas medias. En los años 60, la presión fiscal
española era de tan sólo el 14%, frente al 25% de media de los países
desarrollados. Todo cambió a partir de la reforma de Enrique Fuentes Quintana
en 1977, que nos equiparó con los países europeos y la presión
tributaria comenzó a escalar hasta el nivel al que estamos hoy: el 34,4%
del PIB. Nunca antes se habían pagado tantos y tan variados tributos.
El tipo medio de los principales impuestos está en el 15,2% de sus bases
imponibles, el nivel más alto de la historia.
«España va hacia el estancamiento francés y japonés»,
alerta Lacalle. «Un sistema en el que los que contribuyen cada vez
están más penalizados y los que perciben cada vez necesitan más. La
prioridad tenía que ser aumentar la renta disponible de los que crean
valor, que es la clase media, pero no es así, y cuanto más inclinemos la
balanza hacia los que reciben peor irá. Nos estamos cargando
conscientemente a los que pagan».
La segunda variable forense, el
movimiento, también confirma el diagnóstico: la clase media está
muerta. Ya no es esa clase de trabajadores con ansias de ser algo más en
la que se apoyaron los tecnócratas de Franco para reconstruir económicamente el país. Ya no es una clase activa y pujante, sino inerte.
TERCER DIAGNÓSTICO: SENSIBILIDAD
¿Dónde puede aferrarse este grupo social para sentir que existe? El
escenario es pesimista. El panorama que plantea el economista Narduzzi en El fin de la clase media es
una capa social «proletarizada» cuya disolución es inevitable. En su
lugar surgirán dos variantes: la burguesía del conocimiento, compuesta
por tecnócratas con alta remuneración y, la clase de masas de
consumidores de usar y tirar, sin identidad social y cada vez menos
gobernable.
La ingobernabilidad es una constante en el
comportamiento político de una clase media descontenta, dentro y fuera
de España, a lo largo del siglo XX. «Lo mismo puede derivar hacia el
ultraconservadurismo (el maurismo en la España de la Restauración o el Frente Nacional en la Francia actual) que hacia posturas radicales más o menos de izquierdas (por ejemplo, Podemos), aunque difícilmente encasillables en el socialismo revolucionario o en el comunismo clásico», explica el catedrático Fuentes.
El
miedo, la principal pulsión política de esta nueva clase de
descontentos y socialmente indefensos, puede condicionar su sensibilidad
política. «La izquierda tradicional, de origen marxista, ha visto
siempre con desconfianza a la clase media; primero, por ser ajena a su
propia cultura de clase obrera, y en segundo lugar por sus bandazos
políticos a lo largo de la historia, según cual fuera el origen de ese
miedo», añade Fuentes. Así, ha fluctuado entre posiciones muy
conservadoras, como la Dictadura de Primo de Rivera, y un liberalismo progresista radical (la II República en sus inicios).
En España, esta clase social moribunda se aferra ahora a los dos nuevos partidos en busca de soluciones mágicas. Hay una polarización de los sectores sociales más descontentos entre Podemos y Ciudadanos.
Podemos es un nuevo radicalismo que puede conectar, como el
republicanismo de izquierdas en los años 30, con la frustración de una
clase media en plena lucha por sobrevivir y que busca una salida fuera
de los circuitos políticos tradicionales. La clase media funcionarial
también habría derivado hacia Podemos, al ver en riesgo su estatus por
la reducción de empleo público. En el otro lado, la clase media
profesional (compuesta sobre todo por autónomos), que mantiene al Estado
con sus impuestos, habría conectado mejor con Ciudadanos.
Es
significativo, en todo caso, que los dos nuevos partidos se presenten
como los únicos capaces de contentar a la clase media. Quizás no sean
conscientes aún de que ha dejado de existir.