
Y es que la situación de anormalidad se ha convertido en la norma. Pareciera que desde las más altas esferas del gobierno nacional, hasta el pequeño vendedor de cambures de cualquier plaza o avenida del país, están (o estamos) en la sintonía de acabar con lo poco que queda de Venezuela.
En un país normal no pasaría esto, no. Y más allá de las explicaciones tuertas sobre sus causas y motivaciones, solo podemos decir que no hay excusa para llevar al país en una centrífuga que nos tiene dando miles de vueltas y todos como empujados a salir de nuestro espacio como un proceso normal de la vida. Salir, si salir del país que no vio nacer, del país que tiene la semilla de nuestros antepasados, que tiene el germen de la libertad y de la vida, ese país ya no es un país normal.
Todo es un caos, un caos vital, pareciéramos un modelo teórico de James Gleick sobre la Teoría del Caos, donde se mezcla todo, lo social, lo económico, lo financiero, y hasta resulta posible decir, lo espiritual. Tanto así que mucha gente juega con frases como la muerte resulta ser una opción de vida: Muero yo para que otros sobrevivan.
La ceguera total de los factores políticos gobernantes ha profundizado esta situación, pero la cuerda tiene cierto grado de flexibilidad que no puede ser forzado, en ese lugar estamos.
El gobierno que actúa como el marido borracho y con dinero que a fuerza de real cree solucionar los problemas matrimoniales, no logra estabilizar nada y para colmo lo que hace es un punto más a la explosión total de nuestro país. La excusa de factores externos se ha convertido en un discurso trillado, persistente pero a la vez incapaz de solucionar la realidad que vivimos.
En un país normal, no hace falta decirlo, esto no pasaría, pero nos hemos vuelto tan anormales que mucha gente se ha acostumbrado a vivir en esta situación y los que no, salen espantados, decepcionados de su patria. Esto no ocurre en un país normal.
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